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Vicho Plaza: “El tema central de mis historietas es la represión”

Actualizado: 27 nov 2023

Vicente “Vicho” Plaza (1961) estudió en la educación media en la Escuela de Artes Gráficas en San Miguel. A los 18 años (1979) trabajó durante una temporada como asistente de Themo Lobos en Ogú, la revista de los personajes. Al salir de la escuela, entre 1981-82 dibujó y diseñó en la revista Chumanguito e hizo viñetas de humor gráfico para La Prensa Austral. A mediados de los ochenta trabajó en Condorito y dibujó dos años para El Mercurio de Santiago, y desde 1988 comenzó a publicar en revista Trauko. En 1993 ganó el premio de guion en el Festival del Cómic de Viña del Mar. Entre 1996 y 98 dibuja y dirige el largometraje “El pintor de la generación del trece”. También participó dibujando en las películas “Mampato y Ogú em Rapa Nui” y “Papelucho” de Alejandro Rojas. En 2001 ingresa el Magíster en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile. Desde el 2004 al 2010 publica cuatro libros de cómics y humor gráfico en el sello de TEHA: Sistema-Concierto, Monos chistosos, Monos serios (coeditados con con Carlos Reyes), Vichoquien (con Jorge Quien), y en 2010 publicó su tesis de magíster que da origen al libro La imagen de los hablantes, una aproximación a la percepción de la cultura en el cine chileno y, Si no tienes donde ir, historias de amor y existenciales en Ocho Libros. En 2013 publica el cómic autobiográfico, Las sinaventuras de Jaime Pardo en Ril Editores. En 2019 publica Cuaderno de viaje a Chiapa por Nauta Colecciones Editores. Actualmente, ha publicado un fanzine que adapta Hijo de ladrón de Manuel Rojas. Su trabajo se puede encontrar en: https://dibujaryescribir.wordpress.com/ y https://vichoplaza.wordpress.com/

En este diálogo, Vicho nos cuenta de dónde viene su tradición en el cómic, cuáles fueron sus referentes y sus primeros trabajos como historietista. También cómo llegó a trabajar en Trauko, las temáticas que le interesan como autor, pero además opina sobre el escenario de la historieta de la época de los 80 y principios de los 90. Reflexiona sobre cómo su propia biografía, condición de clase y religión fueron determinantes en su voz autoral. Y en conjunto analizamos características de su estilo y la mixtura de su trabajo.



¿Cómo llegaste al cómic?

Como autodidacta, porque estudié arte después. Cuando niño tuve la influencia de las revistas chilenas de historietas, y de las mexicanas también. Mis hermanos y mi papá a veces compraban revistas como El Intocable, de este tipo, pero a mí me fascinó una que se llamaba Rakatán que salió el año 65, y solamente duró ese año. En 1965 yo tenía como tres años, nací en el 61. Mis hermanos la guardaron, y una vez hicieron un cambio de revistas en la casa, ahí la tenían. Esa revista yo la adoraba, es anterior al Mampato; historietas infantiles, que era lo que a mí más me gustaba. Con eso se me puso en la cabeza que yo quería dibujar, quería dibujar historietas y no pensé nunca en otra cosa. No era realista para nada, y cuando ya estaba grande todo eso, o casi todo, se había acabado. Cuando se supone que podía empezar a probar, a tratar de buscar trabajo como dibujante, no había nada. Fue súper duro, deprimente, pero a pesar de eso encontré algunas partes en que me acogieron, como en la editorial Pinsel, que hacían lo que había sobrevivido, o sea las revistas de Disney y otras así, solo material extranjero, nada chileno. Cuando estaba en tercero medio fui a mostrar mis monitos al jefe de arte de esa editorial: Miguel Aránguiz. No he sabido más de él, pero me acogió y me dijo “puedes venir acá después del liceo en la tarde y me ayudas, vas a ser mi goma”. En realidad, él algunas veces me encargaba cosas, como llevar y traer textos de una oficina de fotocomposición en el centro. Existía la fotocomposición, no había computadores. Pero lo más del tiempo podía estar ahí, en la oficina con Miguel, con el colorista, con el letrista, y tenía mi mesa de dibujo, y trataba de dibujar el Pato Donald. Pero por sobre todo yo adoraba a Themo Lobos, hinchaba a Miguel preguntándole si sabía su teléfono, hasta que al final un día me dio el número. Uno como que es muy patudo teniendo 17 años, qué sé yo, y me fue bien, increíble. Don Themo (nunca lo pude tutear) estaba empezando a hacer una revista, ya se había acabado Mampato, y él había ya sacado el número 1 de Ogú, la revista de los personajes. Me dijo, “bueno, trabaja conmigo como pasador de tinta”, así que dentro de todo lo que era esa realidad dura, tuve buena acogida, tuve suerte, y viví un poco la tradición de los dibujantes chilenos, a pesar de que no pertenecía a ellos. Cuando niño conocía, no a la gente, sino que conocía casi todas las firmas, sabía quién era cada dibujante. Miguel y Themo Lobos me contaban de esas las revistas, de cómo era la cosa, de lo antiguo, de El Peneca, Coré, y los lugares donde ellos publicaron. Pero lo de Themo Lobos fue corto, una temporada nada más, yo era muy inexperto todavía, cometía errores, me apresuraba mucho, pensaba que había que correr y me ponía nervioso, o sea pude hacerlo mejor si hubiera estado tranquilo, pero no quita que esa oportunidad fue súper buena. Y de ahí, en los 80, llega la época de Trauko, pero yo venía más bien de la tradición chilena, de la tradición tradicional por decir así.


O sea, ¿aprendió con el modelo maestro-aprendiz?, ¿algo así?

Claro, porque no existían las escuelas dedicadas a la historieta, solo existían las escuelas por correspondencia, pero no tenía plata. Mi papá nos pagó a mi hermano y a mí unas clases, pero después nos dijo “ya no hay más cabritos, porque quedé sin pega”. Lo demás era ir a estudiar pintura a la universidad. Bueno, en el libro Las Sinaventuras de Jaime Pardo (cómic autobiográfico), yo cuento por qué no postulé a la universidad cuando me correspondía, porque ideológicamente recibí toda una carga, de que por mi clase social no debía ir a la universidad. Cuando apareció Trauko ya tenía hecha algunas historias que se publicaron allí. Esas ya eran más, o sea había dejado de dibujar “a lo Themo Lobos”. Pero igual tenía muchas influencias, no solamente de historietistas, sino también de dibujantes como Gustav Klimt o Aubrey Beardsley, por ejemplo. Ese último me alucinó mucho por su onda rara, por la “morbideza” gusto por la rebeldía sexual y la enfermedad, ya que Beardsley tenía una pulmonía crónica o algo que lo terminó matando muy joven. También había conocido a los japoneses, o sea los japoneses clásicos como Hokusai. Mi papá tenía unas láminas de Hokusai, porque él también dibujaba, pintaba paisajes y le gustaban los monitos. Gracias a él yo conocí en su misma época la revista La Chiva, que es tan reconocida, tan famosa y tan buena, además. Mi papá trató de dibujar profesional, pero siempre le fue mal. También tenía láminas de Hiroshige, que no es el mismo Hokusai; Hiroshige fue un grabador que se occidentalizó, o sea, que introdujo la perspectiva en el dibujo japonés, porque los grabados japoneses no tienen perspectiva, no hay profundidad de campo ni toda la huevada occidental de las tres dimensiones, de la ilusión de realidad, y por eso son tan alucinantes. En los años 80 yo tenía un trabajo de mierda en una fábrica de detergentes, pero en los tiempos libres iba a las bibliotecas y, allí, en un instituto cultural, me topé con una exposición de grabados japoneses. Había libros y reproducciones. Era una maravilla para mí. Pero no el Manga, o sea para finales de los 80 cuando aparece el “nuevo cómic”, yo no conocía el manga para nada, conocía Meteoro, qué sé yo, por la tele, pero nunca me agarraron mucho, aunque me gustaban cuando niño por supuesto. Pero no tenía la menor puta idea de Robert Crumb, del cómix con equis, de la diferencia conceptual que implicaba la X, o de Moebius, de Frank Miller, no tenía idea. Es realmente un problema mío, porque sigo así. Había comiquerías como El Kiosco, por ejemplo, pero era tan caro que era imposible comprarme algo. A mí a veces me echaron de las librerías porque “si no va a comprar váyase”. Me ponía a ver, a ver, a ver, me quedaba mucho rato. No conocía a Moebius ni a Manara. La mayoría de los chicos de Trauko, salvo Maliki, eran machirulos como ñuñoínos, con todo respeto. Algunos tenían información de primera línea. Los tipos se conocían todo, estaban al día en todo lo que se podía. Lo mío venía de esta otra cuestión, pero igual coincidíamos, quizá, en que yo ya no podía hacer historieta de aventuras tipo Mampato o Jungla o Guerra. Aunque estaban en mi sangre, en mi infancia, ya no las podía hacer, no sé explicarte por qué no las podía hacer. Seguramente las experiencias de vida me hicieron fijarme o tener como tema las relaciones personales. Hoy día todo el mundo lo da por sabido que en el amor hay relaciones de poder, ¿no? El que está enamorado o la que está enamorada está bajo el poder del otro, el que quiere menos. Tampoco sabía nada de Foucault, pero eso eran mis temas, así como cosas de la sexualidad.


Como sociología, tal vez…

Puede ser, pero de manera más intuitiva, porque yo no tenía la menor idea de la sociología. Trataba de leer, por ejemplo, a Sartre, me compraba libros de Sartre, pero imposible entenderlo, y menos mal que no pude (risas). Eso sí, a Freud lo había entendido sin la mínima preparación. Me había fascinado, me había abierto muchas puertas. Pero en cuanto a lo que creaba, en los temas había problemas de dinero en los personajes o problemas de la realidad material, y eso era por mi experiencia, por mi experiencia de vida, y no porque lo estuviera haciendo otro autor, porque en general si otro autor lo estaba haciendo y era famoso, yo no lo conocía. Entonces de una cosa así venía yo. En tanto Lautaro Parra, Ahumada, Héctor Leal, Karto, Yoyo, tenían mucha más información, sobre todo de los norteamericanos y de los españoles. Antonio Arroyo (uno de los fundadores de Trauko) había traído su biblioteca de cómics, que eran grandes pilas de revistas El Víbora, Makoki, las revistas españolas del destape, Cairo, Tótem, etcétera. Muchos nos actualizamos y nos “formamos” con esas lecturas. Maliki cuenta que ella cuando empezó a ir a la casa de los Trauko, mientras su guionista echaba la talla con los españoles, ella se quedaba leyendo y leyendo esas revistas de Toño, porque ella tampoco conocía y se estaba enterando de todo. Aunque por mi parte creo que me hizo mal. Me influyó mal en el dibujo, sobre todo la arrasadora influencia de Moebius y Manara, todo el mundo dibujando líneas de puntitos, por decirlo así. Y bueno, también están las cuestiones de tu formación. Tenía 25 años, pero todavía no iba a la universidad, no sabía a qué líneas correspondían las cosas, por qué se hacía esto, cuáles son las oposiciones, etc. No digo que en la Facultad te enseñan eso, pero sí te hacen ver, en el mejor de los casos, que hay luchas de poder en las tendencias. Entonces, todo el mundo imitando sin poder evitarlo a Moebius, a Crumb, como antes a Hugo Pratt o a Breccia o a Disney. No me refiero solo a los cabros de acá.


¿Cómo llegaste a Trauko concretamente?

Llegué cuando el primer número ya había salido. En ese tiempo dibujaba para El Mercurio, y un diseñador, Ángel Cid, con el que habíamos sido compañeros de la Escuela de Artes Gráficas, me dio el dato de la revista. Parece que él lo sabía por la imprenta. Yo agarré lo que tenía hecho, Sistema, que ya estaba terminada. Me aceptaron, porque yo ya me había profesionalizado a pesar de que la década 80 fue muy mala y con depresión, porque no hallaba qué hacer, pero para el año 87 al fin había vuelto a dibujar y estaba bien. Como ocurre, llevé a otra gente o recomendé a otras personas, y paré el ingreso de algunos también. Christiano nunca me lo perdonará, esto no es una copucha. Y Asterisko tampoco, porque no se me ocurrió presentarlo. Christiano fue un día a Trauko, y me dijeron, “ve los monos de este cabro” y yo vi que era bueno, que tenía pasta, pero pensé: “todavía le falta un poco, todavía le falta un poco”. Lo recuerdo porque obviamente me equivoqué. En ese momento era así: tú entrabas en una parte y después llevabas a tu amigo, como ocurre en Chile, porque no son pitutos en ese caso, pero sí son contactos.


Cuando uno observa la historieta chilena de los 60 y 70 uno ve una uniformidad en el trabajo, en cómo se ilustran los personajes, cómo se usan los globos de diálogo, la forma de narrar, etc., pero en los 80 uno ve las distintas revistas de onda más contracultural y uno se topa con que cada autor narraba y tenía su propia forma de ilustrar y contar una historia. ¿Eso era una búsqueda editorial, una libertad creativa o un de frente un rupturismo respecto al pasado?

Yo lo veo como influencia, porque hubo antecedentes de Trauko, como Tiro y Retiro y la Beso Negro. Ahí ya estaban algunos de los que iban a estar en Trauko. Incluso Clamton (seudónimo de Claudio Galleguillos, historietista) publicó antes en otras partes. Había salido Matucana, con Alfonso Godoy, que venía muy influido por Europa. Él había vivido en España, así que traía toda la onda española también. Los de Trauko llegaron sobre un terreno más o menos cultivado, como ocurre en todas las disciplinas, y en todas partes donde la gente se está aggiornando, poniéndose al día. Éramos pocos los que teníamos un lazo con las historietas anteriores. Había una intención rupturista, que desdeñaba a Condorito, pero el rupturismo era más bien contra la pacatería, contra la dictadura. Igual. en los jóvenes hay una cosa que a mí me parece que es natural, que reciben la radiación o las ondas cuando eres niño y te entra cierta... no llegan a ser cosmovisiones, pero sí a unos entendimientos, unos lenguajes, ya sea en los cómics, en la pintura, en la música, que dan el sello de la actualidad o la novedad. Luego eso con la edad se agota, y siempre se está en la búsqueda de lo último que se hizo en Occidente y Estados Unidos. Y eso ocurre así: les ocurre a los mismos gringos, a los alemanes, que ellos también están buscando la innovación; la innovación como concepto, la filosofía que sustituyó a la belleza, a la tradición, cuando se acabó la cosa de estilos que se mantenían por un siglo o por muchos años, como el barroco, por ejemplo. Para un joven de esas épocas largas la aspiración no era romper, sino hacer una diferencia particular donde pudiera ser reconocido por su maestría, por su talento, por su propia manera, y hacerse una carrera, pero no era su aspiración romper con su escuela o con su maestro. Superar al maestro sí, pero no instaurar una nueva “vanguardia”. No existían esos conceptos. Lo de estar innovando, de lo siempre nuevo, empezó después con la cuestión política de la revolución y con la vanguardia del impresionismo; ahí se hizo norma, básicamente. Entonces, nosotros vivimos en una época en la que “tú tienes que ser personal”, “no parecerte a nadie”, lo que es una ilusión, pero funciona, esa idea de que tienes que ser el mejor, que tienes que estar al día en todo, o sea tener en tu biblioteca la última cosa que se haya publicado en Fantagraphics o Futuropolis, o en lo que hacen los daneses, qué sé yo, por esa influencia occidental que tenemos nosotros, como si fuera una ganancia. No te lo puedo asegurar en todos los casos, pero siento que sí ocurrió, porque cuando había conversaciones de historietistas nuevos sobre historietas, se hablaba de Robert Crumb, de Tin Tin, de la línea clara, del underground, pero el tema de las historietas chilenas no se daba. Me sentía un ignorante completo, no me daba cuenta que más bien era un valor el que yo conociera una tradición chilena o sudamericana. Sabes, en el principio, parece ocurrir un boom o una ola, como sea su magnitud, y es complicado no cuadrar. En 1987 ya había aparecido la revista Ácido, donde ya estaban dibujantes como Juan Vásquez, que no se abanderaban con nadie sino con ellos mismos, con su trabajo, y que le fue bien. A mi pesar yo quedé encasillado en Trauko, porque cuando iba a salir una historieta mía en Matucana 19, ¡pum!, quebraron. Pero por ejemplo a Clamton yo lo vi en un fanzine anterior; parece que estaba asociado al galpón Matucana 19, como material complementario. También en ese tiempo, aparecieron varias revistas en regiones: en Punta Arenas, en Concepción, en Valparaíso, por supuesto. El contexto social era de entusiasmo, incluso una vez escuché hablar a Francisco Brugnoli (cuando no tenía idea quién era Brugnoli, pero notaba que era alguien importante) hablar del problema latinoamericano, de nuestros problemas, del arte y la política, de la copia, de lo identitario y todo eso, y entonces Brugnoli dijo “yo veo más en los cómics cosas que están apareciendo con originalidad”, porque eso es importante, la originalidad o la localización. Hasta los académicos estaban mirando estas revistas. Después hubo una deflación terrible, de nuevo. Todo desapareció, no solo las revistas de cómics. Fue lo que hizo la Concertación cortando los medios de prensa que podían complicarlos, y eso arrastró o aplastó a las críticas. Es imperdonable, desaparecieron muchas publicaciones, desapareció el público. En ese nuevo momento tan fome aparecieron Christiano, Asterisko, Ricardo Vega, en fin, en desventaja total, pero igual sobrevivieron con talento. Ya para los 2000 apareció de nuevo toda la onda del cómic, pero creo que más enfocada en la ilustración que en la historieta. Se veían muchos libros ilustrados para niños, o para grandes, o para quien sea, porque en los grandes medios internacionales empezaron a usar dibujos en vez de fotos para graficar un momento: o sea, si hablaba Clinton, en vez de poner su foto, lo dibujaban. Y también comienza la moda de la novela gráfica. Creo yo que al cómic de los 80 se le veía más como un asunto rebelde. En la juventud, la rebeldía, Pinochet, la dictadura, la inminencia del plebiscito, la protesta, yo cacho que en esas cosas uno puede encontrar lo que es propio, lo que es original, porque lo de Pinochet no estaba ocurriendo ni en Francia ni en otra parte, estaba ocurriendo en Chile, así que mal que mal era nuestro.


A veces se menciona ese mismo contexto represivo que vivía Chile y las revistas y cómic contraculturales, como Trauko y Bandido, fueron una forma de liberación. Así a veces se entiende el alto contenido erótico.

Claro, el sexismo que uno veía en Trauko y Bandido. En Bandido criticaban y criticaban, pero ellos mismos tenían contenido sexista. Algo que creo era muy influido por Milo Manara; la huevada del sexo. Antonio Arroyo (fundador de Trauko) estaba más influido por la sátira, por el humor, no tanto por el chiste sexual, de Trauko los últimos números son buenos, pero de repente ya era demasiado. Las críticas decían que era pornografía y si entonces era pornografía, ¿qué pasaba?, que tipos como Clamton quedaba sin visibilidad.


Su narrativa es muy reflexiva, muy íntima. ¿Cómo se construye como autor? ¿Cuáles han sido sus obsesiones temáticas?

Cuando empecé a hacer los primeros bocetos de historias, sí tenía algo medio sociológico, pero intuitivo como te comenté. Temas de problemas entre personas, relaciones familiares, eso era el mundo que tenía como fuente. Después lo político, la dictadura y lo autobiográfico, también. Tengo algunos papeles del 84, 85, cuando no tenía idea del cómic autobiográfico, pero tiraba para allá: o sea en mi caso la exploración de la propia “falla”. Esa palabra: la falla. Por ponerlo de alguna manera, desde niño me decían “tú tienes que cambiar”, “¿hasta cuándo?”, “¿cuándo vas a cambiar, cuando vas a ser sereno, cuando vas a ser tranquilo, cuando vas a ser más dinámico, cuando te vas a estar más quieto?”, y yo decía “ya, ahora voy a cambiar”. Lo prometía todas las veces, y terminaba en fracasos, volvía a ser o hacer lo mismo. El asunto religioso de mi familia lo empeoraba, porque ya no era cambiar solamente, sino reprimirse. Por ejemplo tener relaciones sexuales sin casarse, ser picaflor o ser pololo, que para todos afuera era normal, para los Testigos de Jehová es gravísimo. Tenía mucho de ese tipo de presiones y complicaciones. Por ejemplo si yo, o cualquiera de mis hermanos de la familia, caíamos en la “fornicación”, que era la palabra que ellos repetían, entonces nuestro papá era apuntado y censurado por los Testigos: “¿cómo, hermano Plaza, usted puede tener un lugar de responsabilidad en nuestra organización?, si su hija o su hijo, mire lo que han hecho. ¡Al hermano Plaza hay que destituirlo del cargo!”. Entonces llegaba la mamá y me increpaba diciendo “¿por qué hiciste eso, hijo? Afectaste a tu papá, afectaste a toda la familia”; eso que en antiguo se llama la honra, y que funciona, funciona como una fuerza represiva. Yo creo que mi tema central es la represión, en todos los sentidos, y creo que una vez que pude salir de esa religión me fui dando cuenta lentamente que Chile es un país represivo de ese mismo modo que esas iglesias. Chile es una cultura represiva, y desde ahí llegas a preguntas más grandes, o sea a percibir que todo eso que llamamos “el sistema”, está hecho para impedirte que tú tengas tus plenos derechos y que tú hagas realmente lo que quieras, que seas libre, y lo hace poniéndote en la dependencia de tener que ganarte la vida, en la supervivencia, en las obediencias. En eso el sistema ya te cagó, uno ya cagó, porque ya no se puede hablar por equis cosa, no puedes hablar por esto otro, si hablas demasiado te echan, y la gente se amolda a eso, nos amoldamos. En Las sinaventuras de Jaime Pardo yo recordé a un profesor de básica, el señor López. A él lo adoraban los demás; mis compañeros, sus mamás, la mía le tenía mucho respeto. Él les decía a las mamás, “que los niños vean las noticias”. Imagínate en el año 75, por recomendación del profesor veíamos “60 minutos”, donde Pinochet era un héroe. Me demoré cuántos años en procesarlo, y lo transformé en un fantasmita para poder conversar con él, imaginarme qué respuestas me iba a dar y también para decirle que en realidad yo no le guardo rencor. En el cómic él me dice, “usted, Pardo, recuerda puras cosas malas, es rencoroso, habla mal de mí”, él tiene un poco de razón, y yo lo dejo que me lo diga, no se lo reprimo. Con ese trabajo me saqué al señor López de la cabeza. Esto mismo me pasó con la primera versión que hice de El joven testigo de Jehová, con la que hice un fanzine el año 92 o 93. Se lo mostré a la mamá, yo ya teniendo como 30 años o más, y ella me dijo, “¿y qué va a pasar? ¿qué va a pasar con tu papá?”, alarmada como si fuera a salir en la tele, como si todo el mundo lo fuera a conocer, porque para ella eso era grave. ¿Sabes qué? decidí hacerle caso y no seguí la historia, porque yo los quiero a ellos, ya están fallecidos, pero uno los quiere. Y recién ahora que ya no están, pretendo, si es que puedo, retomar esa historia, pero con otro enfoque, más social tal vez, porque ese primer capítulo está como un poco romantizado, con la influencia de Aubrey Beardsley, la homosexualidad, o el rollo de la belleza. De la belleza porque la leyenda oficial de la Biblia es que el Diablo se volvió rebelde porque era demasiado bello, o sea una cuestión homosexual muy fuerte, y yo me creía todo eso: que Luzbel era un rebelde por vanidad, y no un rebelde político. En el momento en que dibujé eso todavía faltaba mucho para Bolsonaro, para Trump, para todas estas nuevas ultraderechas, de hecho, en el momento en que saqué esa historieta lo evangélico era una subcultura como para avergonzarse. Si tú eras evangélico tenías que andar piola porque la gente se burlaba de los “canutos”, de los testigos de Jehová, de los mormones. Para el resto era gente loca. Ahora se ha revertido, incluso se han transformado en un poder político súper fuerte y son respetados. Bueno, tienen derecho a creer lo que quieran, pero ellos siguen siendo represores y, si tú te metes con ellos tienes que obedecerlos. Por eso a mí me interesa este tema, no solamente por la autobiografía, sino que por la experiencia social.



En su obra se observa una mixtura en sus materiales y estilo de dibujo. Hay tintas, hay pincel, hay lápiz, hay tiralíneas. ¿El estilo y el cómo lo aplica va dependiendo de la historia o con lo que está experimentando en el momento?

Sabes, yo no sé responderte eso, porque no lo sé. Los demás, por ejemplo, Karto, tuvo su estilo desde muy joven y lo mantuvo siempre; Yoyo Salfate ha cambiado un poco pero nunca tanto; Hervi, sigue dibujando igual desde hace 80 años; y Themo Lobos seguiría dibujando igual. Lo que yo creo es que yo tengo problemas con la técnica y con cuestiones personales, no los teorizo para no justificarlos. Por ejemplo, entre Las Sinaventuras de Jaime Pardo y el fanzine de Hijo del ladrón, que la Ana, mi pareja, editó hace poco, no hay unidad. Si no fuera porque está firmado parecerían dos dibujantes distintos, y no sé explicar eso. Quino (autor de Mafalda) en una entrevista da entender que Mafalda le traía grandes problemas de dibujo, dice que tenía que calcarla porque no le salía igual y las historietas te exigen que el mono sea el mismo, que el personaje sea el personaje siempre. De ahí yo saco pistas de lo que me pasa. Jaime Pardo consigue ser Jaime Pardo todo el rato, pero entre una historieta y otra me cambia el estilo. Eso me parece juega en mi contra porque, digamos, como artista está la idea que tú tienes que funcionar como una especie de marca, y claro, tanto revoltijo no hace una marca.


Roberto Bolaño decía que la trayectoria de un escritor era que aprendiera una técnica, una forma de narrar, un modo de narrar y después lo soltara, y eso que iba quedando era finalmente su obra. ¿Puede que sea algo parecido?

A mí solo me pasa, no es planeado. En los últimos trabajos que he hecho este año, que no están publicados, se me han ocurrido algunas maneras de tratar con eso, con ese tipo de cuestiones. Por ejemplo, usar cuadros con texto, pero no el típico cartucho narrativo sino con textos grandes. Lo que me queda por hacer, finalmente, es aceptar esos errores, porque aparecen a cada rato. Yo sé que ahí hay un problema, tal vez del narrador, de quién está narrando, de quién está diciendo eso. Pero hasta el momento, lo que sé es que las palabras están para contar cosas que el dibujo no puede contar, y al revés, las palabras están de más si el dibujo ya las muestra. Sobre todo cosas muy íntimas, como una voz femenina, o hablar del personaje que se siente inseguro, está con miedo o se siente terriblemente feo, tiene ganas de que lo entierre la tierra, ¿cómo dibujas eso si el verbo lo dice ya todo? ¿O qué palabra hace falta cuando el dibujo se expresa bien, y una palabra solamente lo redundaría, pero necesitas construir la continuidad del relato? Esas cosas se juegan por decirlo así en la viñeta, en los cuadritos de historieta. No en otro lenguaje.

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